viernes, 10 de junio de 2011

Un sueño?

Todo era confuso, todo estaba a oscuras, todo parecía burlarse de mi. Intenté incorporarme para salir de ese lugar, pero mis piernas no reaccionaban, las sentía, pero no estaban dispuestas a obedecer. Una presión muy fuerte en el pecho me hizo retorcerme de dolor y, cuando me quise dar cuenta, estaba encadenada en aquella prisión.

Lloraba y gritaba, pedía ayuda, pero lo único que de vez en cuando se acercaba era una sombra fría y oscura que me señalaba y me hacía sentir la última escoria del planeta. Intenté zafarme de mis cadenas, pero todo esfuerzo fue en vano.


Entonces, sentí un agradable calor en mi espalda que me rodeó el torso y besó la mejilla. Quizás me había vuelto loca pero, incluso me pareció sentir que me susurraba:

- Tranquila.

Me dejé llevar, permití que aquel calor entrara dentro de mi, calmándome el corazón. Para cuando quise darme cuenta estaba fuera de la prisión, en mi casa, en mi habitación, en mi cama. Estaba liada entre las sábanas y empapada de sudor. Me levanté y fui hacia la ducha, mi cabeza no paraba de recordar ese calor tan reconfortante. Desayuné rápidamente y fui hacia la calle camino del trabajo, la jornada transcurrió con normalidad.

Sin embargo, devuelta en el portal cogí el ascensor, pues la noche había sido difícil y el día agotador. Una planta, dos, otra y en la cuarta planta paró, algún vecino se había empeñado en retrasar mi descansó en el sofá. Fue al subir la mirada para resoplar mi fastidio cuando sin querer nuestras manos se rozaron y ese calor tan maravilloso volvió a invadirme. ¿Había sido un sueño o eran paranoias mías? Debí poner cara de histeria , ya que, con cuidado se acerco a mi oído y me susurró:

- Tranquila.

Descripción.

El sol se escondía, temeroso, tras las nubes; la gélida brisa quemaba hasta la mejilla más curtida; el lago se mantenía en calma jugando a disfrazarse de espejo, mostrando el imponente reflejo del castillo. Dicho edificio permanecía al acecho, entre un bosque de pinos tan hermoso como siniestro.


No se percibía ni tan siquiera el más desventurado sonido. Era un lugar inerte, que no muerto, pues nunca tuvo vida. Entre los árboles se percibía el terrorífico aliento de la nada, la niebla que el lago producía se paseaba entre los oscuros troncos como si de una danza perversa se tratara. Las ramas amenazaban con sus afiladas puntas con desgarrarte la ropa y el crujir de los troncos se parecía más a una risa burlona que a una simple consecuencia del viento.


Más imponente era el lago que seducía a cualquier criatura sedienta para zambullirse en él, inocente aquel que sucumbiera a la tentación, pues ese, sin duda, sería su último y eterno baño.


Sin embargo, lo que verdaderamente debía ser temido era el castillo. Un edificio tan bello como antiguo y peligroso, cuyas altas torres fingían pedirle al cielo perdón y cuyas murallas vestidas de hiedra podrían pasar por las faldas de una virgen puritana. Dicho engaño ofrecía a los viajeros a adentrarse en él y disfrutar de una maravillosa noche estrellada pero, entre tú y yo, jamás cruces su puerta de oro, ya que, te robará la vida y te arrastrará hacia la muerte.